http://trujillodailyphoto.blogspot.com
No es realmente peruano aquel que nunca en su vida se haya subido a una combi. Trujillo, al igual que el resto de las ciudades principales del país, está plagada de esos vehículos pequeños que andan recorriendo las principales vías de la ciudad como un virus sin cura convertidos en medios de transporte. Odiamos las combis, las detestamos, nos quejamos de ellas constantemente. Diariamente tenemos que lidiar con el estrés que ellas causan, con su música a altos decibeles, con la imprudencia del conductor y con los malos modales del cobrador. Pero aunque no lo queramos aceptar, son parte ya de nuestras vidas y de nuestra cultura.
Me paro en la avenida España, justo frente de Hidrandina. A mi lado varias personas están esperando también por sus combis o micros. Me subo a la letra Y de la línea de color morado que viene de Laredo y se va hasta la Quinta Etapa de San Andrés. Por suerte, antes de que subiera habían dejado desocupado el asiento individual que está a la mano derecha de la combi, el que se ubica justo detrás de donde se sienta el cobrador, el “asiento privilegiado”, como me gusta llamarlo porque ese es el único lugar en donde puedo evitar la apretadera y el roce de piernas con desconocidos . Aprovecho, subo y me siento rápidamente antes de que otro me quite el sitio anhelado.
La combi estaba repleta. El ambiente era el mismo de siempre. Era aproximadamente la una de la tarde, hora punta y un sol fuerte de primavera. Los olores mezclados entre sudor, smog y petróleo, más los golpes que daba el cobrador a la puerta de lata y el fuerte volumen de la radio, empezaban a causarme dolor de cabeza. Por los parlantes se escuchaba “Ojala que te mueras” de los Hermanos Yaipén y una colegiala de unos 12 años que estaba delante mío la cantaba casi susurrando.
-Habla, ¿a qué parte vas?– Le dice el cobrador con una mirada lasciva y pinta de pandillero a una chica que estaba parada en la esquina donde empieza la avenida Roma. La chica lo ignora y el cobrador con cara de estar acostumbrado a tales desaires vuelve a subir a la combi y cierra la puerta corrediza.
La velocidad del vehículo comienza a aumentar, al parecer se estaban atrasando para marcar tarjeta. -A ver, los que bajan UNT vayan saliendo- grita el cobrador. Unos cuatro universitarios descienden con sus característicos cuadernos espiralados en la esquina de la Universidad Nacional. El chofer de la combi no espera más y ni bien suben otros dos pasajeros acelera con fuerza.
- Baja O.R.– dice una señora mayor que estaba sentada en el primer asiento de la combi.
- Señora, el pasaje ahora está a sol – la detiene el cobrador.
- No tengo más, pues.
- No se pase pues seño, pasaje completo pe.
- ¡Ya, baja, baja! – grita el chofer desde su asiento.
El cobrador pone cara de ofendido y le cede el paso, resignado, a la señora para que baje. Si no fuera por ese incidente no hubiera recordado que los pasajes habían subido y me preocupé, no tenía ganas de soportar una pequeña riña con el cobrador y menos con el que me había tocado ese día el cual parecía recién salido del penal de El Milagro, pero recordé que felizmente había llevado mi carné universitario y eso me alivió.
En la OR la combi volvió a llenarse. A un señor y una chica les tocó el peor castigo de viajar en combi: ir parados. Ir parados significa estar encogidos y doblados, además corren el peligro de ser uno de los primeros en morir si sucede un accidente y el que va parado es el que más sufre con los rompe muelles, pero claro, culpa es la de ellos por aceptar viajar en esas condiciones, como se dice en el habla común “es su roche”.
Mientras aumentaba mi dolor de cabeza, la gente subía y bajaba y el cobrador seguía gritando, me puse a pensar en lo curiosas que son las combis. Estas cajuelas que se juegan como transporte público es una de las primeras cosas que llama la atención a cualquier extranjero que está visitando el Perú. La combi es un vehículo diseñado originalmente para transportar a solo once personas, sin embargo, lo usual es ver hasta 25 sujetos amontonados en tan estrecho espacio. Los transportistas se las han ingeniado para colocar más asientos de los que realmente deben haber y la nueva modalidad es cambiar el techo de la combi y hacerla más alta para que así los desafortunados a los que les toque viajar parados no la tengan que pasar tan mal.
La palabra combi no es invención o jerga peruana como muchos creen, viene de Kombi abreviatura que se le dio al “kombinationfahrzeug” (vehículo de uso combinado) que creó la Volkswagen a fines de los años cuarenta. Su llegada al Perú, primero a Lima, se dio entre los años setenta y ochenta, pero fue en el gobierno de Alan García que se empezaron a importar vehículos muy parecidos a las kombis de Volkswagen pero de marcas japonesas como Toyota, Kia o Nissan y fueron ésas las que se propagaron rápidamente por las avenidas de todo el país.
Las combis pueden llegar a ser un Perú en miniatura. Las personas que viajan en ellas son los típicos peruanos. Bastaba solo analizar a los que me acompañaban en ese momento para confirmar mi hipótesis, por ejemplo, en el último asiento habían dos escolares, un niño de un colegio nacional y el otro de un particular (fácil de distinguir por el uniforme azul marino), también estaban una pareja de esposos típica de clase media que se habían pasado conversando durante todo el recorrido, estaban los universitarios, también la mamá que recogía a su hijo del jardín, una anciana que vestía un polo desgastado y sucio y que llevaba una canasta grande de mercado, y claro, estaba yo. Todos éramos personas diferentes, de clases sociales bien marcadas, con problemas diversos, con vidas completamente distintas, pero compartiendo un viaje en combi.
Conforme me acercaba a mi destino los pasajeros iban disminuyendo. Recién en ese momento pude divisar a la Virgen de la Puerta colgando del espejo retrovisor, los stickers de caritas felices y de Dragon Ball pegadas alrededor del timón, y al chofer, un tipo gordo y a punto de quedarse calvo de unos cincuenta años a quien solo le podía ver las espalda. Tanto él como el cobrador llevaban puesto su uniforme: un polo del color de la combi, lila. “Al menos es un avance”, pensé. El cobrador estaba desparramado en su asiento, seguro cansado de tanto decir “apéguense”, “sube sube”, “baja baja”, “al fondo hay sitio”, “pie derecho” y sobre todo, el cansancio era por el hambre, ya era hora de almorzar.
Vi que ya estaba cerca la esquina donde tenía que bajar –esquina, baja- dije. El cobrador abrió la puerta de la combi, le pagué con sencillo y bajé. No ha sucedido nada extraordinario en el viaje, es solo uno igual que los demás. La combi se puso en marcha y se fue con su cumbia, sus infracciones, sus olores y sus miles de historias. Yo caminé hacia mi casa y pensé en que seguro mañana me esperará otro viaje igual.
Dejo una canción de Los No sé Quien y Los No sé Cuantos que retrata bien la historia: "Sube nomás"
No es realmente peruano aquel que nunca en su vida se haya subido a una combi. Trujillo, al igual que el resto de las ciudades principales del país, está plagada de esos vehículos pequeños que andan recorriendo las principales vías de la ciudad como un virus sin cura convertidos en medios de transporte. Odiamos las combis, las detestamos, nos quejamos de ellas constantemente. Diariamente tenemos que lidiar con el estrés que ellas causan, con su música a altos decibeles, con la imprudencia del conductor y con los malos modales del cobrador. Pero aunque no lo queramos aceptar, son parte ya de nuestras vidas y de nuestra cultura.
Me paro en la avenida España, justo frente de Hidrandina. A mi lado varias personas están esperando también por sus combis o micros. Me subo a la letra Y de la línea de color morado que viene de Laredo y se va hasta la Quinta Etapa de San Andrés. Por suerte, antes de que subiera habían dejado desocupado el asiento individual que está a la mano derecha de la combi, el que se ubica justo detrás de donde se sienta el cobrador, el “asiento privilegiado”, como me gusta llamarlo porque ese es el único lugar en donde puedo evitar la apretadera y el roce de piernas con desconocidos . Aprovecho, subo y me siento rápidamente antes de que otro me quite el sitio anhelado.
La combi estaba repleta. El ambiente era el mismo de siempre. Era aproximadamente la una de la tarde, hora punta y un sol fuerte de primavera. Los olores mezclados entre sudor, smog y petróleo, más los golpes que daba el cobrador a la puerta de lata y el fuerte volumen de la radio, empezaban a causarme dolor de cabeza. Por los parlantes se escuchaba “Ojala que te mueras” de los Hermanos Yaipén y una colegiala de unos 12 años que estaba delante mío la cantaba casi susurrando.
-Habla, ¿a qué parte vas?– Le dice el cobrador con una mirada lasciva y pinta de pandillero a una chica que estaba parada en la esquina donde empieza la avenida Roma. La chica lo ignora y el cobrador con cara de estar acostumbrado a tales desaires vuelve a subir a la combi y cierra la puerta corrediza.
La velocidad del vehículo comienza a aumentar, al parecer se estaban atrasando para marcar tarjeta. -A ver, los que bajan UNT vayan saliendo- grita el cobrador. Unos cuatro universitarios descienden con sus característicos cuadernos espiralados en la esquina de la Universidad Nacional. El chofer de la combi no espera más y ni bien suben otros dos pasajeros acelera con fuerza.
- Baja O.R.– dice una señora mayor que estaba sentada en el primer asiento de la combi.
- Señora, el pasaje ahora está a sol – la detiene el cobrador.
- No tengo más, pues.
- No se pase pues seño, pasaje completo pe.
- ¡Ya, baja, baja! – grita el chofer desde su asiento.
El cobrador pone cara de ofendido y le cede el paso, resignado, a la señora para que baje. Si no fuera por ese incidente no hubiera recordado que los pasajes habían subido y me preocupé, no tenía ganas de soportar una pequeña riña con el cobrador y menos con el que me había tocado ese día el cual parecía recién salido del penal de El Milagro, pero recordé que felizmente había llevado mi carné universitario y eso me alivió.
En la OR la combi volvió a llenarse. A un señor y una chica les tocó el peor castigo de viajar en combi: ir parados. Ir parados significa estar encogidos y doblados, además corren el peligro de ser uno de los primeros en morir si sucede un accidente y el que va parado es el que más sufre con los rompe muelles, pero claro, culpa es la de ellos por aceptar viajar en esas condiciones, como se dice en el habla común “es su roche”.
Mientras aumentaba mi dolor de cabeza, la gente subía y bajaba y el cobrador seguía gritando, me puse a pensar en lo curiosas que son las combis. Estas cajuelas que se juegan como transporte público es una de las primeras cosas que llama la atención a cualquier extranjero que está visitando el Perú. La combi es un vehículo diseñado originalmente para transportar a solo once personas, sin embargo, lo usual es ver hasta 25 sujetos amontonados en tan estrecho espacio. Los transportistas se las han ingeniado para colocar más asientos de los que realmente deben haber y la nueva modalidad es cambiar el techo de la combi y hacerla más alta para que así los desafortunados a los que les toque viajar parados no la tengan que pasar tan mal.
La palabra combi no es invención o jerga peruana como muchos creen, viene de Kombi abreviatura que se le dio al “kombinationfahrzeug” (vehículo de uso combinado) que creó la Volkswagen a fines de los años cuarenta. Su llegada al Perú, primero a Lima, se dio entre los años setenta y ochenta, pero fue en el gobierno de Alan García que se empezaron a importar vehículos muy parecidos a las kombis de Volkswagen pero de marcas japonesas como Toyota, Kia o Nissan y fueron ésas las que se propagaron rápidamente por las avenidas de todo el país.
Las combis pueden llegar a ser un Perú en miniatura. Las personas que viajan en ellas son los típicos peruanos. Bastaba solo analizar a los que me acompañaban en ese momento para confirmar mi hipótesis, por ejemplo, en el último asiento habían dos escolares, un niño de un colegio nacional y el otro de un particular (fácil de distinguir por el uniforme azul marino), también estaban una pareja de esposos típica de clase media que se habían pasado conversando durante todo el recorrido, estaban los universitarios, también la mamá que recogía a su hijo del jardín, una anciana que vestía un polo desgastado y sucio y que llevaba una canasta grande de mercado, y claro, estaba yo. Todos éramos personas diferentes, de clases sociales bien marcadas, con problemas diversos, con vidas completamente distintas, pero compartiendo un viaje en combi.
Conforme me acercaba a mi destino los pasajeros iban disminuyendo. Recién en ese momento pude divisar a la Virgen de la Puerta colgando del espejo retrovisor, los stickers de caritas felices y de Dragon Ball pegadas alrededor del timón, y al chofer, un tipo gordo y a punto de quedarse calvo de unos cincuenta años a quien solo le podía ver las espalda. Tanto él como el cobrador llevaban puesto su uniforme: un polo del color de la combi, lila. “Al menos es un avance”, pensé. El cobrador estaba desparramado en su asiento, seguro cansado de tanto decir “apéguense”, “sube sube”, “baja baja”, “al fondo hay sitio”, “pie derecho” y sobre todo, el cansancio era por el hambre, ya era hora de almorzar.
Vi que ya estaba cerca la esquina donde tenía que bajar –esquina, baja- dije. El cobrador abrió la puerta de la combi, le pagué con sencillo y bajé. No ha sucedido nada extraordinario en el viaje, es solo uno igual que los demás. La combi se puso en marcha y se fue con su cumbia, sus infracciones, sus olores y sus miles de historias. Yo caminé hacia mi casa y pensé en que seguro mañana me esperará otro viaje igual.
Dejo una canción de Los No sé Quien y Los No sé Cuantos que retrata bien la historia: "Sube nomás"
cool blog
ResponderBorrarClaudichy, gracias por los créditos, la foto no pertenece a mi higado, sino a este blog: http://trujillodailyphoto.blogspot.com,
ResponderBorraraun no tengo capacidad logistica (money) pa salir a la calle y exponerme a q me roben mi unica camarita de dos megapixeles.
está bueno el texto, dónde estudias comunicaciones? yo estudio en la UPN